Dicen que los olores y la música guardan la mágica capacidad de trasladarnos en el tiempo y en el espacio al instante. Y así es: seguro que el lector ha vivido alguna de estas experiencias astrales que le arrancan por momentos del presente. Tanto es así y tal es su poder, que novelistas y dramaturgos las han utilizado tradicionalmente como recurso para insertar en sus obras cualquier cambio rotundo de escenarios temporales.
Pero aparte de estos dos elementos que afectan al sentido del oído y del olfato, existen también otros que entran directamente por la vista para provocar exactamente el mismo fenómeno. Y si no, no hay más que observar con detenimiento el colín plano y recortado en curva que remata de esta Z900RS por detrás; su asiento con la tapicería listada como un costillar, sus dos relojes de contorno cromado, su manillar, bañado en el mismo metal, las aletas del bloque, simulando la necesidad de un flujo que sobra al motor, y sobre todo el depósito de 17 litros, expandiendo su voluptuosidad en una panza vista desde arriba, desde el conductor, y en una lágrima contemplado de perfil. Eso, por no hablar de unas llantas en aluminio que figuran la imagen de los radios tradicionales. Toda una composición de otro tiempo.
Así resulta imposible amarrarse al presente, resistirse a la mágica fuerza de esta Kawasaki Z900RS (12.999 euros) que nos traslada a la segunda mitad de los setenta, años en los que la primitiva Z900 era… Um.
¡Cómo podría ahora trasladar ahora al lector más joven el impacto que provocaba aquella majestuosa belleza en cualquier motorista español de entonces!
Bien. Voy a intentarlo mediante una fórmula desde luego poco usual. A ver si es posible. Vayamos con el prólogo:
Aquella Z900 de La Transición era una moto tan soberbia como inalcanzable; un modelo que superaba con creces los 80 CV, algo inabarcable incluso para los más apasionados de la época, que se sobrecogían con la rueda levantada de una Ossa Yankee (58 CV), la deportiva por excelencia en la España de aquel momento.
La Z900, e inmediatamente después, la Z1000, representaron el tótem de la moto que figuró como protagonista en películas de culto como Mad Max, con su legión de maleantes postnucleares, cogidos a los manillares de cinco piezas, parapetados tras los semicarenados de inspiración Rickman para enfrentarse al primer pepino puesto al servicio de La Ley: la Z1000 de El Ganso.
Aquel modelo representó un tiempo breve al que ahora, por mucho que haya pretendido resistirme, me ha trasladado esta Kawasaki Z900RS del siglo XXI mientras observaba sus líneas descansando en mi garaje. Me ha colocado al instante junto a la Z900 que un privilegiado como mi primo Arturo poseyó en una época durante la que babeámos con la Zundapp de 50, de refrigeración líquida y batería, que conducía el aprendiz de un supermercado andorrano.
La Z900 de mi primo daba rienda suelta a la inconsciencia más temeraria -la suya y la mía, a fe que no sé cuál era peor-, una inconsciencia propia de la edad que vivíamos en los albores de nuestra juventud, unas cuantas décadas atrás, dentro de un país sumergido en una transición que nunca se ha acabado de comprender. Una inconsciencia que nos llevaba a vivir experiencias insólitas, insensatas y casi surrealistas, que no tienen cabida en nuestra mentalidad de hoy día, y que por supuesto provocan la repulsa más absoluta de ese control totalitario que, con su empalagoso moralismo, ejerce la corrección política sobre todo lo que se dice, se escribe y se piensa en el presente.
Con el permiso del lector, paso a continuación a relatarle, como fórmula descriptiva y como puesta en situación, una de aquellas fechorías, esperando que su condescendencia la deje prescrita con los ocho lustros que han transcurrido desde que se cometiera.
Encima de la Kawasaki Z900RS
Corría cualquier día de verano, allá por el año de vaya usted a saber cuándo, en la segunda mitad de los setenta. Mi primo Arturo hacía una escapada estival, una de tantas nocturnas, hacia alguno de sus rincones playeros favoritos. Salía de su casa, sita en una barriada señorial en la parte oeste de la ciudad, llevando puesto como equipo el barbour de lona engrasada, con sus escasas pertenencias repartidas por sus bolsillos; porque, ¡qué cosas!, aquella Kawa de los setenta, al igual que la Z900RS de ahora, no ofrecía más espacio bajo el asiento que el justo para guardar una tarjeta de visita, si bien es verdad, eso sí, que en la actual encontramos una práctica toma de corriente.
Mi primo Arturo surcaba las calles cogido al manillar de aquella soberbia Kawasaki mientras se sentía envuelto por la templanza nocturna, toda una incitación para un quemado irremediable que retenía sus ínfulas de pretendido piloto entre plazas y avenidas…
Pero, pero…, discúlpeme el lector, porque resulta que ahora, relatando el arranque de este disparate trasnochado, se me evoca el presente sin querer, y no puedo evitar describir cómo es la sensación de control, sencillamente absoluta, que transmite la posición que ofrece la moderna Z900RS.
Del manillar, ancho como el de una trail, se podría decir que es el patrón que marca la colocación del resto del cuerpo. Con los pies situados más bien abajo, sobre el punto medio de la moto, y con el trasero ciertamente adelantado, para el asentamiento general que siguen las nakeds actuales, resultaría que finalmente nos sentiríamos conduciendo sobre una postura trail, si no fuera por la peculiar altura del asiento (835 mm), situado casi a ras del depósito, tal y como iba montado sobre la primitiva Z900. Lo cierto es que la RS actual toma como base la naked z900 que ya hemos probado, todo un aval de efectividad, al que se ha retocado su motor de 948 cc para modelar la potencia sobre unos prácticos 111 CV y para rebajar 1.000 rpm el régimen al que se alcanza el par máximo.
Con el cambio tan suave como preciso, el embrague para manos de pianista y esa entrega del motor, unida a la sensación de dominio total que ofrece, la Z900RS se presenta como una moto muy dócil para manos poco expertas, además de resultar una verdadera delicia enfangada en una tarea tan engorrosa como la de callejear.
El trámite de la autovía con la Kawa Z900RS
Así debía de sentirse mi primo Arturo aquella noche, disfrutando mientras callejeaba en solitario para atravesar la ciudad y tomar el tramo de autovía, con su correspondiente tedio, a la espera de la retorcida subida que ascendía hasta la única cima del trayecto que iba a recorrer en aquella escapada.
Debía de vivir un momento sin duda aburrido, sujetando en buena medida sus ímpetus, frenados por una aerodinámica tan carente como que la única protección que podía resguardarle del viento era su propia silueta acoplada a la moto desnuda…
Discúlpeme de nuevo el lector, pero es que en este punto he tenido que recordar por fuerza que es así, exactamente, como se siente la moderna Z900RS en la autopista, transmitiendo el impacto de una naked pura, con una exposición absoluta al viento y sin contar ni siquiera con la mínima protección que ofrecen otras naked actuales, con chepas y solapas sobre el depósito, o con una escueta carrocería abajo, que arrancase desde los flancos del radiador.
Nada. Con la Z900RS, las sensaciones son las más intensas y el impacto del viento es total. No hay otro abrigo que el que busques tú mismo arrugándote y encorvándote. Por eso Kawasaki, con muy buen criterio, ha acortado la sexta. ¿Para qué una moto que puede alcanzar los doscientos y pico, si te va a arrancar los hombros en la autopista alemana? De esta manera, con el par motor muy abajo y la entrega casi eléctrica que transmite, se puede conducir la Z900RS durante largos tramos urbanos, e interurbanos, prácticamente sin dejar esa marcha. Si además de ello, nos molestamos mínimamente en mantener activo el testigo del económetro, lograremos un consumo óptimo para alcanzar los 400 km de autonomía.
Retomemos el relato.
En mojado con la Z900RS
Pues así viajó mi primo por la autopista durante largos minutos, que probablemente se le hicieron eternos, hasta que por fin llegaron las curvas. Allí dio rienda suelta a sus ansias, a punto de dejarse el cromado de los escapes en cualquiera de los ángulos que reviraban el trazado…
Y es que, abusando de la paciencia del lector, no puedo dejar de subrayar en este momento del relato que, a esta colocación de control absoluto sobre la Z900RS actual, se une el soberbio aplomo que transmite todo el conjunto ciclo, tanto su chasis y su basculante como sus suspensiones con la horquilla regulable, creándonos de este modo una sensación de seguridad que va mucho más allá de lo que pueda presumirse en un principio. Todo ello lo pudimos probar verdaderamente a fondo sobre el trazado de FK1
Tanto es así que, conduciendo en mojado, me sorprendí a mí mismo ejecutando unos cambios de dirección tan rápidos que terminé por encender una seria advertencia dentro de mi cabeza para recordarme que conducía bajo la lluvia, y que me la estaba jugando si continuaba tirando la moto con esa contundencia. También es verdad que contaba con la salvaguarda que ofrece el control de tracción, desconectable y con dos niveles de actuación, al que tuve ocasión de poner contra las cuerdas al rodar sobre la franja empapada de un paso de peatones. Conducía con el nivel 1, y la rueda resbaló lateralmente lo justo para advertir, sujetándose a un piso tan infame en la fracción de segundo siguiente.
Pero continuemos con la narración que habíamos interrumpido.
El pasajero en la Kawasaki Z900RS
Mi primo coronó la breve subida, para cruzar una discreta población que se extendía sobre ella, hasta encontrar su único semáforo encendido en rojo.
Allí, detenido sobre su línea mientras recuperaba el resuello tras la excitación, su mirada se topó a la derecha, entre luces y sombras, con una figura compuesta. Era una muchacha de ingenua sonrisa y ato rutilante a la espalda. El resplandor dorado de su melena formaba entorno al rostro un halo angelical que enmarcaba su mirada implorante. Su brazo alargado y su pulgar extendido en horizontal servían como estandarte a su nómada intención, y justificaban su situación allí, en el arcén de la carretera, plantada a esas horas de la noche.
Bastó una simple pregunta de mi primo Arturo para que al instante siguiente la joven se acoplase en el asiento trasero, con la mochila a cuestas y sin casco, por supuesto. No es de extrañar, por otra parte, que la muchacha reaccionara con un plus de entusiasmo, dada la amplitud y la comodidad que ofrecía la plaza trasera de aquella primitiva Z900, las mismas que encontramos en la RS de nuestro reportaje. Un verdadero lujo hoy día, y nada que ver, en absoluto, con su hermana de catálogo, la Z900 a secas.
Volvamos a la escaramuza nocturna de mi primo.
La Z900RS, corazón de Z-Cup
La luz verde abrió la marcha para la ocasional pareja, y apenas había puesto la segunda, la hechura menuda y delgada de la muchacha, junto con su acoplamiento, mochila incluida, resultó para mi primo tan natural como si se le acabaran de poner una chaqueta, olvidándose por completo de que su Z900 llevaba pasajera, con la euforia de quemado ardiendo en su interior.
Así Arturo recorría las eses de la bajada con la joven detrás, tirando la moto sin contemplaciones a la entrada de cada viraje, tumbando hasta sentir el asfalto cerca de la cara en cada paso por curva y abriendo el gas al máximo en cada salida. Pura aceleración entonces sobre una cuatro cilindros…
Pero tengo que abusar nuevamente de la condescendencia del lector, discúlpeme otra vez, aun a riesgo de resultar pesado; pero es que debo de explicar que, sea como fuere, la pisada de nuestra RS actual se siente rotunda en el paso por cualquier curva, de cualquier radio, a cualquier velocidad e incluso con el firme rizado u ondulado.
Por otro lado, también es cierto que esta Kawasaki neoclásica da la impresión en los primeros giros de resultar algo perezosa a la hora de entrar en cada viraje. Podría pensarse así sin más, desde luego, pero si profundizamos un poco en esta reacción, nos daremos cuenta de que se ofrece como una forma graduada de virar para meternos en la curva, regulándola a nuestro gusto con el extraordinario brazo de palanca que puede ejercer ese manillar de generosa envergadura.
Y ya que hemos hecho este nuevo inciso, con el permiso del lector, aprovecho para apuntar que la frenada corre por cuenta de unas pinzas monoblock con cuatro pistones, que muerden dos discos semiflotantes de 300 mm, y que no tienen nada que ver, ni en el infinito, con el arcaico conjunto que trataba de parar, a duras penas, aquella bestia de los setenta.
La frenada de la actual Z900RS es contundente, precisa y progresiva. Suave en la retención de un semáforo, lo mismo que rotunda en la apurada de frenada dentro de una pista, tal y como tuvimos ocasión de comprobar en nuestro circuito habitual de FK-1 .
En cuanto a la inclinación máxima, ciertamente se ve limitada por la altura de las estriberas, así como por esa sensación de ir encima de la moto y no dentro, envuelto por ella, como ocurre en la Z900 o en la preparación para la Z-Cup que también probamos en carrera.
No es una moto ni pensada ni siquiera insinuada para el circuito, desde luego que no, aun así, dentro de él muestra la casta de las Kawasaki de siempre, pretendiendo ser tradicionalmente las japonesas más cañeras, con lo que la sensación llevando el cuerpo fuera de su estructura, tanto en seco como en mojado, representa toda una invitación a tumbar y tumbar. Sus genes no pueden evitarlo, aunque como decíamos, ése no sea su escenario más natural.
Pero volvamos al relato veraniego que traíamos entre manos.
La Kawasaki Z900RS de noche
Así, de esa forma tan quemada, mi primo Arturo cubrió el breve y retorcido descenso, para encarar a continuación una serie de rectas con toboganes, que mantenían aún cierta pendiente en bajada. Sobre ellas buscaba la velocidad máxima, sin otra luz que la de aquel foco arcaico que montaba su Kawa taladrando la cálida oscuridad…
Ay, pero, amigo lector, amigo lector… Al conducir ahora esta Z900RS de noche por una carretera completamente a oscuras, nos sorprenderemos gratamente, más aun si somos veteranos y no hemos reparado en el interior de la óptica frontal.
¡Cómo hubiera visto mi primo Arturo aquel tramo recto de carretera, si hubiese dispuesto de la tecnología led que monta el faro actual! Es posible que no hubiera vivido la terrible experiencia que terminaremos de relatar a continuación.
El faro de la Z900RS, con su obligatorio aro cromado, representa un auténtico estandarte de la filosofía neoclásica. Su aspecto vintage no predice la notable luminosidad que proyecta. Además de ello, al pulsar el interruptor para cambiar a la de carretera (la larga), realmente no conmuta con la de cruce, sino que se superpone, con lo que el resplandor se extiende y se intensifica sobre la carretera para conducir disfrutando de una luz superlativa.
Pero retomemos, retomemos de nuevo el relato con la luz de la Kawa primitiva.
La Z900RS, una moto de antes ahora
En una de las rectas más estables, mi primo Arturo permanecía concentrado, agarrado al manillar, con el pecho acercándose al depósito y la cara sobre la aguja del velocímetro, que titilaba en ese momento sobre los 200. Una mágica cifra que, tras la pantalla del casco, esbozaba su sonrisa rebosante de una eufórica satisfacción.
Pero mientras su Z900 surcaba la noche como un avión sin alas, Arturo no se percataba de cómo la oscuridad aumentaba el efecto vertiginoso de su ritmo envenenado, y la realidad que transcurría en aquel lapso quedaba flotando dentro de su cerebro embriagado por un diabólico frenesí. En plena efervescencia de aquel momento excitante, no alcanzó a ver con suficiente margen la rampa que se levantaba de repente en el frente y que culminaba en un cambio de rasante demasiado prematuro.
El efecto de la física resultó contundente. La velocidad era tan desmesurada que aplastó las suspensiones de la Kawa contra una pendiente que escaló en un parpadeo, durante el que la autoestopista continuaba desaparecida por completo de la consciencia de mi primo…
Pero, perdón, perdón. Aludo de nuevo a la benevolencia del lector, discúlpeme porque otra vez debo interrumpir el relato, seguramente resultándole inoportuno, pero es que necesito expresarle cómo ahora miro esta Z900RS de 2.017 y me siento igual que si estuviera delante de la moto de mi primo Arturo, como si viviera otra vez en 1978.
Y es que debo de confesarle que relatar aquella escena no me está suponiendo ningún esfuerzo, en absoluto, que tan sólo tengo que mirar a esta neoclásica cedida por Kawasaki para revivir el día siguiente a aquella experiencia, cuando mi primo me la describía, aún con el corazón encogido por el pánico que vivió en aquel momento.
Si es verdad, también, que otra cosa bien diferente es subirse a esta Z900RS, arrancarla e iniciar la marcha. Aun así, la caligrafía de los setenta que escribe los números contenidos en sus relojes, los espejos redondos a través de los que controlamos con amplitud nuestra retaguardia, las piñas minimalistas, clavadas a las de la Z900 de los setenta -excepto por el discreto selector del menú electrónico- e incluso el titanio del escape Akrapovic, montado como extra (918 euros) en la unidad de prensa, mantiene la armonía vintage del conjunto; y su sonido, aunque obviamente más discreto, recuerda a los silenciosos cortos y abiertos que montaban los franceses invasores de nuestras carreteras norteñas.
Y bien. Ya está bien. Ya, sin más interrupciones, palabra, sin más intrusiones, paso de nuevo al relato para darle continuidad hasta su desconcertante desenlace. Ahí va:
Un disparate con la Z900 en plena Transición
En el instante de coronar aquella rampa diabólica, las dos ruedas de la Kawa despegaron comprimiendo el diafragma de un Arturo que alcanzaba su máxima excitación mientras se sentía catapultado por encima del vacío, ¡con la aguja del velocímetro completamente tumbada!
Pero en medio de aquel éxtasis velocista, sintió un golpe inesperado sobre la espalda. Lo percibió como un reclamo desesperado de atención, aunque, en realidad se trataba de la propia gravedad, jugando a hacer locuras con la figura de la muchacha, que aún se mantenía atrás como pasajera.
La fuerza del impulso elevó el vientre de la joven en un brinco acrobático, hasta colocarse sobre la coronilla del Climax que cubría la cabeza de mi primo. La sintió doblándole el cuello justo un instante antes de recibir de cara un impacto espeluznante, con el que quedaba oculto todo el frente mientras volaban a una velocidad en el límite de la realidad.
¡LA MOCHILA!
Arturo recibió una terrible punzada en los extremos de todos sus capilares, tan aguda que por un momento los sintió estallar. El terror le paró el corazón.
Sin embargo, aún hoy día, cuarenta años después, no es capaz de explicar qué extraño fenómeno fue el que le sacó de aquella terrible parálisis. Tal vez fue su propia temeridad de quemado, tal vez su insensatez juvenil. Quién sabe.
La cuestión es que al fotograma siguiente de aquella pavorosa secuencia, su mente recuperó una lucidez instantánea, reaccionando con un manotazo tan enérgico que apartó la mochila del frente en un instante. Así retomó la concentración sobre lo que alcanzaba a ver tras el faro de su Z900. Después de un eterno segundo sobre la ingravidez, la Kawasaki tomó tierra de nuevo y la autostopista volvió a colocarse sobre el asiento de una forma tan inmediata como milagrosa.
Pero aún no había conjurado el peligro, ni muchísimo menos. Muy al contrario, esa conjunción de impactos comprimió la amortiguación en un chasquido de dedos, hasta sentir cómo cedían, e incluso se retorcían, aquellos tubos finos y de sección redonda que componía el chasis. De esa forma, se produciría un shimmy espantoso que llevaría la moto de un lado al otro de la carretera.
Sin embargo Arturo pudo todavía sujetar los nervios templados gracias a ese insólito fenómeno que le devolvió el dominio de sí mismo. Mantuvo la concentración, con toda su fuerza mental, clavando la mirada en el fondo a oscuras de aquella recta ondulada, como si no existiera otro camino en su vida, como si no hubiera otra dirección en El Planeta, mientras aguantaba el puño derecho enroscado, sin aflojar ni una micra el gas, para impedir que la moto terminara desbandándose por completo.
La aterradora oscilación, con la Z900 sin control sobre la carretera, fue atenuando su fuerza a lo largo de la recta y de unos segundos que transcurrieron como horas para mi primo, y que acarreaban la mitad de su vida, sumándolos a los instantes anteriores.
Por fin aquella Kawa recuperó la trayectoria, aplomando definitivamente su marcha. Fue entonces cuando Arturo pudo liberar el suspiro que había quedado atrapado en su pecho por el mero efecto de la petrificación.
Al parar en el pueblo donde se apearía la autostopista, el insensato de mi primo esperaba un afilado silencio, con mirada de soslayo incluida como despedida, o tal vez un gruñido de condenación. Pero para su sorpresa, la joven se bajó de la Z900 con una sonrisa exultante, y lo dejó atónito con un comentario insólito:
¡Ha sido increíble! Nunca había montado en moto, y ahora entiendo por qué siempre me han dicho que es súper excitante.
Eres auténtico…!!! No te puedo poner ninguna pega, sigue con tus ganas e ingenio…
Hola, Enrique.
Jajajaja. Me ha gustado tu calificativo de «auténtico».
Muchísimas gracias.
Genial, Tomás. Ésta forma de escribir es la que marca la diferencia. Lo he leído con gran agrado.
Muchísimas gracias, Jaem, representa toda una satisfacción leer tu comentario.
Fantastico viaje de ayer hoy.Me ha encantado.
Muchas gracias, ARTURO. Jajajaja
Arturito, arturito, si sabes como te pones, pa que te metes.
Gracias Tomás, un placer leer tus relatos como siempre
Jajajaja.
Muchas gracias.
Me ha encantado la manera de narrar y entrelazar la anécdota con la información de este nuevo clásico. Gracias
Muchas gracias a ti, Silvia.
No defraudas nunca, un genio
Muchas gracias.