Los ojos impertérritos de un Román Ramos que parece incapaz de pestañear, quedan captados en la instantánea de portada, proyectando una mirada al frente, que más allá de alcanzar el fondo la primera curva, parece perderse en un sinfín de virajes y de frenadas, en un torbellino de derrapadas y de tumbadas, como queriendo vislumbrar el final del vaivén trepidante que está a punto de vivir.
No es una mirada ajena a la actividad, febril como la boca de un hormiguero, que invade la parrilla; tampoco es una mirada abstraída de la legión de cámaras que lo rodean y que desfilan por su frente para retratarle. En realidad, esa mirada de Román guarda tras de sí mucho más que un momento de concentración, es una mirada que graba en su fondo una abstracción absoluta, un aislamiento completo del resto de El Planeta. Así es que no me cabía pensar que fuera su mente, ni mucho menos su intención con una mínima conciencia, la que me escuchó cuando le pedí que por un momento se quitara las gafas; y tengo la impresión de que fue más bien algún automatismo de su subconsciente el que accedió a retirar aquellos cristales oscuros para captar con la cámara la imagen que da pie a este escrito.
Lo cierto es que, de una manera o de otra, en todos los pilotos de la parrilla emerge esa mirada como expresión del trance que viven en su interior durante ese momento de suspense, de ingravidez, por el que pasan justo antes de cada salida. Una mirada que brota de su expresión y que cada uno guarda, esconde o proyecta, de una forma muy personal.
Melandri, por ejemplo, se aísla, y parece refugiarse con una postura inédita y fetal, colocándose abajo y en cuclillas, pegado al costado de su moto, pareciendo rezar en una extraña religión. Sykes, por su parte, cubre sus ojos con el mismo tipo de gafas que usa la mayoría, mientras permanece puesto en pie, abriendo las piernas y balanceando las caderas, para girar el tronco con los brazos ligeramente extendidos, mostrando una pose inspirada en sus andares primitivos, como si buscase el acople de un mono que ya cuadra en su cuerpo con mejor ajuste que el de un preservativo gigante.
Su compañero Johnny, el tricampeón, muestra esa mirada sin tapujos, y es más, parece mirarme, aunque estoy seguro de que no me ve cuando me planto con la cámara justo enfrente de sus ojos, enmarcados en esa cara que dibuja hoy los rasgos del chico bondadoso y aplicado que debió ser en sus tiempos de colegio.
Jordi Torres cubre esa misma mirada de abstracción absoluta tras otros cristales de espejo, y los mecanismos de su subsconciente le dan de sí tanto como para hacer una mueca contraída, mientras caricaturiza un caballito imaginario con las manos y con los brazos, girando la cabeza.
Pero tal vez es el semblante de Xavi Forés es el que resulta como la proyección más evidente de este trance que viven todos los pilotos. Su rictus serio, como quien escucha las palabras del juez emitiendo un veredicto decisivo, dibuja una mezcla de concentración y de preocupación, de agresividad medida y de cálculo ajustado, que sólo abre un mínimo espacio para escuchar el último dato del telémetrico, la última palabra de su jefe de equipo, el último aporte del geómetra.
Los responsables de la carrera comienzan a despejar la recta, y por la portada abierta sobre el muro, comienza a desfilar un sinfín del personal más variado. Técnicos, mecánicos y fotógrafos, lo mismo que azafatas e invitados con categoría VIP, se agrupan formando un caudal como el de la salida del metro en la hora punta. En poco más de un minuto, la parrilla se ve completamente despejada de todo el personal a pie. Únicamente quedan sobre ella los protagonistas de la carrera. Y en ese momento, me cruza el cuerpo un extraño sentimiento respecto a los pilotos. Sí, vivo una rara sensación de abandono, como si después de arroparlos con una auténtica multitud, acabásemos de dejarlos solos para enfrentarse a un reto tan serio y vital, a un trance del máximo riesgo, como el que representa una carrera.
Sin embargo, apenas unos segundos después, me doy cuenta de que estoy en un error y de que esa sensación de abandono por una multitud no tiene ningún sentido.
La realidad es que cada piloto, en ese momento y antes de dar la vuelta de calentamiento para tomar la salida, ya se encuentra solo, muy solo. Aunque no se trata de una soledad repentina, de una sensación que haya llegado momentos antes de arrancar su motor sobre la parrilla. Lo cierto -o lo más probable- es que cada piloto haya salido ya desde su box envuelto por ese sentimiento solitario para hacer la vuelta que formaría la parrilla multitudinaria. Sí, lo más probable es que en el momento de tomar el pit lane esa mirada, abstraída y concentrada, quedase ya fijada tras la pantalla del casco que acababa de bajar.
Gracias por el artículo, un punto de vista diferente sobre los pilotos antes de las carreras. Creo que todos nos preguntamos alguna vez en qué piensan los pilotos antes de empezar a correr, o en qué piensa un piloto antes de apretar el acelerador…..sobre todo los que no entramos en circuitos.
Muchas gracias por dejarnos tu comentario.