Este relato tiene un doble valor para el autor. De un lado, se trata de un trabajo premiado en un certamen abierto a toda Hispanoamérica, sobre un tema tan general como son los viajes, por lo que le hizo especial ilusión que una historia tan enraizada en el mundo de la moto fuera galardonada en un concurso así. Y de otro, porque, entre las cinco novelas y los catorce relatos publicados en otros tantos libros de antologías dedicadas a diferentes géneros, es el único rigurosamente autobiográfico.
Un relato que se ha publicado en dos libros recopilatorios. El primero, editado por RNE, que recoge los diez relatos premiados en el certamen sexto continente, y el segundo, “Vida en Equilibrio”, una reunión de historias escritas por periodistas del mundo de la moto y por escritores que, de alguna manera, guardan alguna vinculación con él.
La protagonista es…, bueno, lo cierto es que la verdadera protagonista es la absoluta inconsciencia del autor, y la actriz secundaria es una Bultaco Metralla MK-2, con un cilindro Pursang –no recuerdo qué número de MK exactamente- y un riguroso manillar de dos piezas, todo envuelto con la criminal estridencia que disparaba el escape original, vaciado y terminado en un caño soldado, que como un arma sonora, era capaz de romper el tímpano de cualquier viandante con oído delicado.
Y no adelanto más contenido. Dicen que cuando publicas un libro, deja de ser tuyo y pasa a ser del lector. Por tanto, en tus manos lo dejo, lector:
Es realmente llamativa la inversa proporción que guardan la edad de El Hombre y su propio instinto de supervivencia. Cuantos menos años teóricos le restan de vida, cuando menos tiene que perder, más apego guarda a esa menguada existencia y menos arriesga. Y curiosamente, cuanto más largo es el supuesto futuro que le aguarda, cuanto más tiempo le queda por vivir sobre el papel, menos aprecio tiene el hombre a esa ristra de lógicos cumpleaños que aún debe celebrar y más excitante le resulta apostarlos en una osada lotería. Esa regla de tres invertida da explicación, entre otras cosas, a la falta de entendimiento, al inevitable choque generacional que padece toda sociedad.
Sin embargo, para resolver el enfrentamiento, los jóvenes tan sólo pueden proyectar su imaginación, y no sin una neblinosa dificultad, hacia el futuro para intentar contrastarlo con la realidad de su presente y entender así a sus mayores; en cambio, los que tenemos más edad no necesitamos mirar a nuestros hijos o a nuestros nietos para verlo palpable, no necesitamos imaginar, nos basta con la evidencia del pasado más juvenil por el que en un tiempo remoto transitó nuestra vida.
Ni que decir tiene que la moto se muestra como un medio perfecto, ideal, para que el joven dé rienda suelta a su natural inconsciencia en esa osada apuesta con la vida. La moto, una máquina única para descargar la incontrolable electricidad que guardamos dentro de nosotros, sobre todo, cuando comienza a brotar nuestra adulta existencia.
Mediaba diciembre, con la Navidad cayendo ya encima, como la fría humedad que calaba las ropas de los barceloneses para penetrar en sus huesos mientras pululaban de comercio en comercio apurando las últimas compras. Una atmósfera invernal y penetrante que atería también los músculos de los aventurados motoristas mientras recorrían unas calles resplandecientes por el múltiple fulgor de festivas ristras de bombillas, reflejadas sobre un pavimento espejado.
Mis padres y mis hermanos siempre han vivido en Madrid, y el obligado apego navideño se presentaba ese año como una justificación pintiparada para preparar un disparatado viaje. Una auténtica aventura al comienzo de un invierno sobre el que han caído ya más de treinta años.
La máquina, una Bultaco Metralla; sólo su apellido daba una idea del alma siniestra que escondía bajo aquel aspecto de pureza. Que Dios la tenga en su gloria y que la mantenga allí por lo siglos de los siglos.
Mi supina inconsciencia me cegaba, o mejor dicho, falseaba la realidad hasta pintar tan sencillo como atractivo algo tan descabellado como atravesar ilusamente el frío hostil que domina en esa época lugares como La Pandeira, Los Monegros o los páramos de Soria equipado con un barbour barato de nylon, unos vaqueros de mercadillo y una nula experiencia que empezaría a crecer a pasos agigantados desde aquel día. El casco, por supuesto con pantalla negra, casi opaca, para dar una imagen mucho más agresiva y sideral.
No lo calculé, no lo preparé y me lancé sin pensarlo a aquel viaje sin sentido.
El día de la partida amaneció frío y nublado, y aguantó así, sin lluvia y sin subir un solo grado, hasta las tres de la tarde: el momento de arrancar. Una vez acoplado el tosco equipaje, evité que nadie conocido contemplara la patética escena de mi salida. Resultaba que el embrague de la Metralla arrastraba un problema que me atrevería a llamar endémico, un problema que había mantenido mi irresponsable abandono y que me obligaba a darme impulso remando con los pies para iniciar la marcha antes de poner la primera y evitar de esa forma que el motor se calase. Así arranqué, así comenzó mi juvenil aventura.
Me pregunto ahora si había metido mi cerebro en un compartimento de la bolsa que llevaba asida con pulpos al depósito o si, tal vez, lo dejé olvidado en la taquilla del trabajo.
Eufórico y feliz, fui abandonando poco a poco la ciudad, desfilando bajo el aliento de libertad con el que te despiden los indicadores colgados del vacío que anuncian destinos remotos junto a las oceánicas distancias que nos separan de ellos. Antes de que se disiparan los escalofríos que me recorrían la espalda, escalofríos suscitados por la emoción de la partida, la autovía, tan escasa en aquella época, se esfumó en un suspiro, y comencé la ascensión a los Brucs con una sonrisa bajo el casco y los ojos brillando de ilusión; ilusión de iluso, desde luego, porque las cosas cambiarían mucho más pronto de lo que siquiera podía imaginar.
La fecha, sobre la linde del solsticio de invierno, y el cielo tupido por una perturbación echaron muy pronto un manto oscuro y helado sobre la carretera. El viaje, iluminado por el entusiasmo, comenzó a tornarse prematuramente negro con la caída de la noche y aunque un poco más adelante, el cielo se abrió mostrando la espectacularidad de una bóveda estrellada, no fue para hacer más fácil mi travesía, no, porque desde aquel mosaico de puntos luminosos empezó a caer una helada galáctica que me demostró a los pocos kilómetros la desnudez de mi paupérrimo abrigo. El barbour de nylon se mostró entonces como una liviana prenda otoñal, los guantes de poli-piel y de interior forrado con pelo de roedor se transformaron en mitones de corista y bajo las botas, único elemento con alguna intención invernal, lo dedos de los pies empezaron literalmente a arderme de frío. Suerte que al cruzar Lérida, un perla en la bujía, compañera obligada en la ruta por aquel entonces, abrió una oportuna tregua en el feroz asedio del frío.
Mis manos necesitaron del calor que guardaba un lóbrego bar de carretera para atinar con la lija entre los electrodos. Sin embargo, a pesar de la gélida noche, del contratiempo de la bujía y de que apretar el embrague resultaba cada vez más inútil, todo entraba dentro de lo previsible y mi ánimo se mantenía todavía tan entero como contumaz.
Unos kilómetros más adelante, siguiendo la infinita línea discontinua que divide el camino, se hizo la oscuridad en un instante. La luz de cruce se acababa de fundir. Conmuté inmediatamente a “la larga” y, de una forma ya acostumbrada, alargué el brazo para bajar el faro con la mano, colocando sobre el suelo el haz luminoso que pretenciosamente apuntaba hasta entonces hacia Madrid. Fui más delicado con el cambio a partir de entonces, para no fallar las marchas, y puse la máxima atención en que el motor y el generador no sufrieran ninguna subida abrupta de régimen. Aun así, no tuve que esperar mucho para quedarme completamente a oscuras cuando, también. “la larga” se fundió. El terror despabiló en un instante mis músculos entumecidos y por fortuna me detuve inmediatamente en el arcén antes de recorrer a tientas un solo metro más. Ignorando el desamparo en el que me había dejado una triste lámpara y alumbrado por el tenue resplandor de las estrellas, desmonté el faro, saqué una de las bombillas de recambio que guardaba cuidadosamente en un bolsillo del barbour, y sustituí la fundida.
Unas leguas más adelante, adentrado ya en la noche maña, volví a encontrarme repentinamente sumergido en una oscuridad abisal. Esta vez, la segunda bombilla se fundió mientras me hallaba rodeado de la sobrecogedora soledad que domina Los Monegros, una soledad que en aquellos momentos me resultó deliciosamente aderezada con el fuerte especiado de la aventura.
Qué sensación en aquella recta desierta, iluminada fugazmente por la escasez de trashumantes focos camioneros; una infinita recta cubierta por la helada temprana y flanqueada por sombras marcianas que se insinuaban en difuminados recortes. Qué extraña, qué excitante sensación jugar con la satisfacción de una libertad aparentemente plena hallándome al mismo tiempo al borde del estremecimiento, con el ánimo a punto de resquebrajarse por una completa desolación.
Reemprendí la marcha con la nueva luz buscado el fondo infinito de aquella recta, y antes de alcanzarlo, el frío comenzó a mostrarme su aspecto más encarnizado. Mi cuerpo se esforzaba por guarecerse de su azote y trataba de esconder las partes más vulnerables protegiéndose en lo posible de su ataque frontal. Las rodillas apretadas contra el depósito, los hombros encogidos, los codos acercándose, buscándose el uno al otro, la cabeza incrustada en el tronco porque el cuello había desaparecido y las manos… ¡Ay las manos: Las manos ya no eran mías!
La entrada de Zaragoza llegó como un alivio divino. Es sorprendente lo sensible al frío que se vuelve el cuerpo del motorista: es capaz de apreciar diferencias de apenas dos grados y sentirse reconfortado por una tibieza tan ridícula; por eso la térmica raquítica que generaba la capital maña a esas horas fue acogida con un festivo alborozo por todos mis tejidos. Era aquél un respiro vital, no sólo cálido sino también mental porque ya había cubierto la mitad de mi particular aventura y me parecía imposible haber llegado hasta allí con tanta precariedad. Sin embargo, mi inconsciencia, igual que la del corredor que ha alcanzado el kilómetro veintiuno de su primera maratón y piensa ilusamente que ya ha liquidado la mitad, mi inconsciencia, decía, al abrigo de las casas y edificios, olvidó muy pronto el frío siberiano de Los Monegros y me lanzó de nuevo a la carretera abierta en busca de lo que yo creía la otra mitad aritmética de mi objetivo.
Aquel viaje, como otros semejantes que hice algo más tarde, me lo había planteado como una página épica que diera un sentido romántico a mi vida; una existencia sumergida, como la de la mayoría, en el transitar rutinario al que obliga la mera subsistencia. Mi mente soñadora me hacía sentir ese día como un modesto explorador abordando una gesta que representaría tan sólo un breve anticipo de la vida rutilante, salpicada de inéditas aventuras, que pretendía llevar en un futuro muy próximo.
Dejé atrás la capital de los maños y de nuevo las sombras ocultas y las estrellas volvieron a ser los únicos testigos de mi hazaña, o de mi estúpida pretensión para las mentes racionales y asentadas. El trazado se mantuvo recto durante decenas de kilómetros, hasta alcanzar las rampas de La Muela, y después de rebasar el alto, con el cuerpo arrugado sobre la Metralla y casi al final de la bajada que animó la conducción, empecé a percibir un ruido metálico junto a mi pie derecho, un ruido que debía sonar atrozmente para hacerse notar sobre el petardeo criminal que disparaba el tubo de escape.
Fundí un nuevo filamento de cruce. Y dos pueblos más adelante volví a fundir el otro, el de “la larga”, quedándome nuevamente a oscuras.
He obviado a propósito la luz trasera porque sobrentendí su escasa resistencia a la arbitraria voracidad con la que giraba el generador de la Bultaco. El caso es que había colocado atrás la última lámpara con forma de supositorio antes de abandonar las tierras catalanas, y pocos kilómetros después, muy pocos, dejé de intuir para el resto del viaje el obligatorio resplandor carmesí al rebufo de la moto.
Pero volviendo allí, ya cerca de Calatayud, debo confesar que comencé a angustiarme con la luz que alumbraba mi camino, y aun más cuando al volver a poner el motor en marcha, comprobé que el embrague ya no servía absolutamente para nada. Procuré mantener el ritmo más bajo a partir de aquel momento e intentar aguantar así el frío. Pero me equivocaba.
Es curioso que cuando te ataca un frío bélico como aquel, cala mucho más hondo cuanto más lenta es la marcha. A lo largo de los años comprobé cómo, en contra de lo que cabría pensar, enroscaba instintivamente el acelerador para catapultar la moto en busca del calor que desprende la tensión, la concentración. Por lo menos así lo he sentido siempre. Cuando vas lento, el frío va traspasando la piel, penetrando en los músculos y adormeciendo la sensibilidad de las extremidades hasta hacerse insufrible. Y pocos kilómetros más adelante pude comprobar hasta qué punto era así.
Llevaba recorrido un trecho con los grifos de gasolina apuntando a la reserva, cuando por fin apareció la señal que me anunciaba una gasolinera. Enseguida vislumbré a lo lejos un luminoso tenue, que resultó ser la publicidad de CS (Calvo Sotelo) marcando el poste de repostaje.
Las gasolineras de entonces no se parecían en nada a las de ahora, sobre todo las situadas junto a los pueblos, como aquella de Ariza, solitaria al pie de la nacional dos y en un rincón de la provincia de Soria. Era lúgubre y mortecina a esas horas, con tres vetustos surtidores y una regadera mugrienta que reposaba junto a uno de ellos: esperaba a la primavera para verter el combustible mezclado en el depósito de las motos. El edificio era una caseta alargada, con un escueto almacén adjunto y el resto del espacio dedicado a una rancia cantina. Sobre el tejado, una chimenea de chapa exhalaba un humo de encina que quedaba cristalizado por el frío un segundo después de asomar por la boca. Los vidrios empañados del bar tan sólo traslucían una ocre luminosidad salpicada de algunas sombras quedas.
Coloqué la Metralla junto al surtidor de 96 y apoyé el pie derecho, el del cambio, en el suelo para comenzar a frotarme ese mismo muslo con la mano aterida. Un par de minutos después, se abrió la puerta del bar y apareció un figura renqueante. Diez litros de súper y dos botes de Sopral. Pedí. Trajo los botes del almacén y los rajó con un abrelatas de pico; los puso en el fondo de la regadera de hierro y escanció la gasolina sobre ellos disolviendo el aceite sobre la marcha. Una vez vertida la mezcla en la panza de la Bultaco, traté de levantarme. Mis entrañas encogidas necesitaban un café bien caliente, y miraba a la cantina y al humo que se elevaba desde el tejado más que con anhelo, con un deseo casi angustioso. Sin embargo, la pierna izquierda, la del freno, la que menos movía cuando conducía, no respondió, se mantuvo paralizada haciendo escuadra por la rodilla. Aquello era mucho más que un entumecimiento: La articulación más compleja del cuerpo, literalmente, se había gripado. El hombre volvió a depositar la regadera ennegrecida junto al surtidor con una expresión de asombro que no pudo disimular, y con una cara de mofa, que tampoco pudo, o no quiso, ocultar cuando volvió a erguirse. Sólo después de un tosco e insistente masaje logré estirar la pierna y dar con ella rígida los diez pasos que me separaban de la puerta de la cantina.
Cuando crucé el umbral, me recibió una cálida niebla de Celtas endulzada con un aroma a Veterano. Un paisano, jubilado hacía años, tocado con una boina enroscada hasta las cejas y embutido en una chaqueta gris oscura, con desgastados rombos de pata de gallo, me miró con la boca entreabierta y el pitillo de picadura pendiendo del labio inferior, como si acabara de ver entrar a un extraterrestre. La mujer que se movía tras la barra me atendió con una expresión semejante y le costó que le repitiera tres veces “un cortado” para que se volviera hacia la cafetera. Como si le hubiera hablado en una lengua mesopotámica. Dejé el casco y los guantes sobre una mesa vacía, tomé el vaso caliente entre las manos para reanimarlas y me acerqué a la estufa de leña que presidía y daba vida a la sala. Junto al calor del forjado empecé a sentir un dolor agudo en todo el cuerpo: los hombros, los codos, las manos, que ya recuperaban el tacto poco a poco, las rodillas, que comenzaban a doblarse y enderezarse como oxidadas bisagras y los pies, ¡ay los dedos de los pies!, se dilataban más y más, se hinchaban hasta parecer que iban a hacer saltar las uñas.
Aquella fue mi primera experiencia con el frío en una moto. Un frío doloroso y cruel que sólo conocen los montañeros o los expedicionarios de los círculos polares; quiero decir: gente que anda en altitudes y latitudes que se hallan casi fuera del planeta. Sin embargo, el frío de la moto aparece en lugares habituales y cercanos, por donde transita la mayoría de la humanidad; parajes y lugares de los que no se puede imaginar cómo el frío puede calar hasta el espíritu cuando se cruzan subido sobre un aparato tan maravilloso y a la vez tan demencial.
Durante algunos minutos absorbí la atención de la media docena de personajes que se resguardaban de la noche soriana en aquel lóbrego refugio. Seguro que alimenté sus comidillas y las de buena parte del pueblo hasta el día de Reyes y las primeras semanas del año. Pedí otro cortado y encendí un cigarrillo –ahora casi me hace vomitar relatarlo, después de tres lustros sin fumar-. Mi cuerpo, un organismo nuevo y vigoroso entonces, ya se había recuperado del pasmo y sólo me quedaba por delante la dura decisión de reemprender la marcha. Apliqué la que he creído siempre la mejor táctica posible: No pensarlo. Y salí por la puerta. Pero antes de ponerme el casco me asomé al lado derecho del motor preparado para descubrir cualquier pequeña catástrofe. Es curioso –recordé-: el ruido metálico y chillón había desaparecido poco a poco. Enseguida supe por qué: la tapa de ese lado del motor tenía un agujero como una galleta de aperitivo. Los espárragos del embrague habían devorado el aluminio en su giro inútil. No quise mirar más; no quise ver el aceite repartido a lo largo de ese lado de la moto. Lo ignoré, me ajusté el casco y arranqué de dos patadas la Metralla.
De bien poco sirvió el reconfortante café ni el calor vegetal de la estufa, porque a los pocos minutos el frío volvió a calarme los huesos; y las rodillas, sobre todo la izquierda, volvieron enseguida a entumecerse. Aguanté con el calor vital de mi cuerpo cada vez más debilitado, hasta que a algo más de cien kilómetros de la meta la luz de cruce de la última bombilla se desvaneció. Debía andarme ya con mucho cuidado, por lo que cuando volvía a bajar por cuarta o quinta vez el faro para apuntar el haz de la larga al suelo, reduje el ritmo considerablemente, a unos 80 por hora, aunque algo me decía que aquel último filamento no aguantaría hasta Madrid.
Y así fue.
Curiosamente, derroté por un momento mi mente hacia el lado pensativo y valoré: Todo mi viaje pendiendo del hilo más fino que se pueda imaginar, el éxito a expensas de una hebra de tungsteno… O tal vez no.
Crucé la llanura helada donde se asienta Alcolea del Pinar: un páramo inhóspito y vacío que ofrecía un panorama imponente y descorazonador y que, sin embargo, me hacía sentir un privilegiado; aunque suene a perogrullada, estaba solo conmigo mismo: un jinete solitario cabalgando en medio de la noche invernal, como si el espacio hubiera adquirido una dimensión exclusiva para mí, y como si el tiempo transcurriera a otro ritmo distinto del que ha regido desde la eternidad las vidas del resto de los mortales.
Mi cuerpo, aterido y entumecido, contraído y agarrotado, pareció acoplarse al frío en una especie de letargo con el que no sólo dejó de angustiarme, sino prácticamente de acuciarme con sus molestias. Y allí comencé a anhelar el calor y la luz de una meta que se presentía ya cercana.
Pero en la larga bajada que bordea la capital alcarreña ocurrió lo inevitable. El último filamento, aquella sutil hebra de tungsteno, se rompió y, de repente, las tinieblas volvieron a atraparme, pero esta vez ya de forma definitiva.
Sin embargo, aunque cabría pensar cualquier otra cosa, aquella contrariedad, en apariencia definitiva, no me cogió completamente desprevenido. Durante las rectas de Alcolea y en la bajada de Torija fui buscando mentalmente una escapatoria, pero no se me había ocurrido nada nuevo. Y precisamente antes de iniciar el descenso que deja Guadalajara a la derecha, había llegado a la conclusión de que sólo tenía una alternativa, una opción desesperada.
Avancé lentamente por el arcén, alumbrado únicamente por le resplandor de la ciudad, hasta encontrar, unos metros más adelante del punto en el que me quedé a oscuras, la incorporación de otra carretera. Allí me aposté como un salteador de caminos, esperando el paso del primer viajero con dirección a Madrid. Sin embargo la ruta se mostraba completamente solitaria a esas horas –la una de la madrugada- y tuve que esperar algunos minutos para que se aproximase un coche que por su ritmo me sirviese de lazarillo. Fue un camión, probablemente de vacío, que pasó delante de mí a una buena marcha. Aceleré al máximo y me acoplé a su trasera. No sé qué pasaría por la cabeza del camionero al oír el ruido criminal –porque seguro que lo oía- de la Metralla y no ver absolutamente nada por los retrovisores. La cuestión es que fui cómodo durante cuatro o cinco kilómetros siguiendo aquella cálida estela, pero enseguida, en cuanto el organismo recuperó el tono, empecé a sentirme impaciente. Hacía ya muchos kilómetros que el cansancio se había aliado con el frío para hacer mella en mis huesos, y los músculos de los hombros y de los brazos se sentían ya flácidos por el desfallecimiento. Por eso me mantuve atento al espejo, a la espera de unos nuevos faros que se acercasen. Pero no llegaron.
A pesar de ello alcancé Alcalá de Henares tras el camión y allí le liberé de mi ruidosa carga. En aquel entonces había que cruzar por el centro y de cabo a rabo toda la ciudad complutense, con una secuencia interminable de semáforos que convertía aquel paso en un verdadero escollo para el viajero. Me embosqué en el último cruce y aguardé como un bandolero de Sierra Morena la llegada de una nueva víctima de mi escandalosa marcha. Y hete aquí que apareció la nave nodriza ideal. Le vi detenido en la línea del último semáforo con su amarillo chillón, su ralentí vacilante y su tren trasero espatarrado. Un imponente Renault 8 TS.
El tipo me miró con recelo tras el volante y en cuanto vio la luz verde hizo berrear el escape atravesado de aquel símbolo de los setenta arrancando con todo su estrépito. Salí tras él y me pegué lo máximo posible a su matrícula porque, casi de inmediato, dejamos atrás las luces alcalaínas.
Aquel individuo aceleró hasta alcanzar una buena marcha, y enseguida adiviné su rostro preocupado mirándome por el retrovisor. Levantó la mano en señal de reprimenda y acto seguido se apuntó a la sien con el dedo índice y lo desenroscó sobre ella. Yo continué concentrado en mantenerme detrás, ignorando aquellos gestos un tanto histriónicos; y en respuesta, el sujeto reaccionó con cierta violencia, sacudiendo el coche de un lado al otro del carril, como el perro que trata inútilmente de liberarse de las latas que le han atado al rabo unos gamberros. En vista de que me mantenía detrás, optó por forzar el ritmo; al principio poco a poco, y después descaradamente al máximo. Llevé los pies a las estriberas traseras y me aplané sobre la bolsa que llevaba amarrada mediante los pulpos al depósito. Enrosqué el puño derecho y aguanté como pude el apretón del R-8, que berreaba por el escape casi con la misma estridencia que la Metralla.
Llegamos a una bajada y apretó más aun; exprimí el motor y, ayudado por el rebufo, podía mantenerme pegado a él; pero llevé el motor a un límite que no debería mantener mucho tiempo. Calculo que a unos ciento sesenta.
Y ahora, al recordar al detalle aquella escena, me pregunto: ¡Qué tenía yo en la cabeza!
Surcando una atmósfera de cero grados con vaqueros, con más de diez horas de viaje a las espaladas, sin luces, a 160 por hora… ¡y llevando al límite un motor que gripaba con un suspiro, que clavaría la rueda trasera sin la opción de un embrague operativo para liberarla! Si el motor llega a agarrotarse, algo más que probable en aquella moto, como observé meses más tarde, no hubiera tenido ninguna oportunidad, el desastre habría sido inevitable. Alguien que me quiso mucho en un tiempo me dijo en cierta ocasión que había un ángel de la guarda velando por mi vida. Aquel fue seguramente el bautismo de fuego para ese ángel, el bautismo de fuego en una contienda contra mis desmanes y sus posibles consecuencias que aún hoy día mantiene sus últimos rescoldos.
A pesar de todos sus intentos, el tipo del Renault no logró deshacerse de mí, y la luz de sus faros me llevó hasta las mismísima M-30.
Una vez en la circunvalación de Madrid y divisando ya la salida de mi barrio, me asaltó un sentimiento sorprendente, algo que, más adelante, se repetiría casi siempre a la conclusión de un largo viaje: Me sentí triste por el final de mi particular aventura.
¿A pesar de tantas calamidades me supo a poco, aun quería más?
No, en realidad no se trataba de eso. Décadas más tarde le he encontrado explicación a ese sentimiento. No es el afán de aventura el que sufre de insatisfacción, es nuestro espíritu el que siente cómo vuelve a encarcelarse en la rutina superviviente, es nuestro espíritu el que se entristece al ver que se extingue esa intensa sensación de infinita libertad a la que es capaz de llevarnos algo tan prosaico como una maquina, una moto.
Por fin me encontré metido en la cama caliente, dentro del refugio familiar, y cerré los ojos; sin embargo, la línea discontinua, iluminada por el triste faro de la Metralla, seguía allí, delante de mi vista. Un curioso fenómeno que se ha repetido siempre que he mantenido una larga conducción nocturna.
A la mañana siguiente, mi padre miraba la Metralla. El agujero en el motor, los churretes de negro aceite extendidos por el lateral y sus gotas manchando el asfalto. Luego volvió su mirada hacia mí. Su retina crispada delataba los negros pensamientos que cruzaban su cabeza y me insinuaba el nubarrón de tebeo que intuía sobre ella. Ahora le comprendo como nunca lo he hecho, y lo único que me pregunto es, simplemente, qué tenía yo dentro de la mía.
Buenísimo 🙂
Acabo de descubrir tu blog y me ha encantado este relato, me ha recordado a uno propio, además también con una Metralla, aunque era una GTS último modelo, la de llantas de «palo». Y lo de las bombillas, madre mía, igual, siempre igual, no duraban nada, y enseguida a poner las largas y bajar el faro. ¡Qué tiempos aquellos!
¡Ah!, y mi padre tenía un R8 de esos 😀 😀 😀
Saludos.
Muchas gracias por tus palabras, Casimiro.
Un par de años más tarde, repetí el viaje, aquella vez de ida y vuelta con la primera Metralla GTS, la amarilla y de faro redondo, y además acompañado. Fue muy distinto. Fundía algunas bombillas, claro, jajajaja, pero el filtro que hacía la batería de 6 voltios te daba un respiro.
Te invito a que des un repaso a nuestra revista, con todas sus secciones.
Recibe un cordial saludo.
Un saludo, me he leido tu relato y me ha gustado mucho, yo nunca he tenido una Bultaco, y menos una Metralla, la unica que he probado fue una GT 175 y fue toda una experiencia, llevo tiempo siguiendote por la red, tus articulos me parecen muy interesantes y didacticos, ahora te seguire por aqui, y espero disfrutar tambien, un saludo y sigue asi…
Pues muchísimas gracias, Ricky. Hay bastante que leer en este rincón. Pasa y sírvete.
Un saludo.
Impresionante tu relato, se puede hacer hasta una película, o un corto. Muy emocionante.
Muchas gracias. Me alegro de que te haya gustado tanto.