Tiene 21 años, por tanto mayor de edad, y apenas rinde 50 CV. Es estrecha, ligera, y muestra un porte que tal vez a alguno le resulte contrahecho… ¿contrahecho he dicho? No, creo que es más preciso decir “contrapuesto”. Su esbeltez le da un inevitable aire de elegancia, y su pintura negra la reviste de una marcada sobriedad. Se topó en mi camino por casualidad, en un encuentro familiar que la presentó simplemente como una máquina interesante para trabajar. Así fue, una moto más que serviría como soporte para cualquiera de nuestros monitores o como moto sustitutoria para algún alumno de nuestros cursos, que hubiera quedado frustrado por cualquier contratiempo sufrido en la suya propia. Sin embargo…
Efectivamente, sin embargo, volví a encontrarme a mí mismo, una vez más, pasando el trapo por la noche sobre una moto plantada en mi garaje, que acababa de comprar. Un impulso autómata que me llevaba a esa leve obsesión, que sufrimos muchos motoristas, por arrancar el brillo a aquella criatura que se había hecho parte de la modesta flota con la que ahora cuenta Moriwoki.com. Así es.
Desde que somos niños
En cierta ocasión, no hace mucho tiempo, coincidí en una pista con un campeonato infantil de velocidad, uno de tantos que, para bien o para no tan bien -según quien lo contemple- cubren toda nuestra geografía. En uno de los momentos de la infinidad que uno pasa en el paddock de un circuito, descubrí a un jovenzuelo que me miraba fijamente, mientras permanecía sentado sobre su moto a escala de su tamaño. Le veía enfundado en su mono de carreras, exactamente igual que servidor, y luciendo incluso los logos de sus patrocinadores. Yo no entendía muy bien qué es lo que podría captar la atención de aquel crío. Pudiera ser el colorido de mi propio mono, tal vez las muestras inocultables de mi prehistórica edad, o lo que suele atraer de mí a los más pequeños: mi tamaño (1,91 m), que les debe resultar sencillamente descomunal desde su perspectiva poco más que a ras de suelo.
La cuestión es que yo también le mantuve la mirada, con una sonrisa por supuesto, pero creo que muy lejos de resultar la mueca empalagosa que se acostumbra a proyectar sobre los críos. Di cuatro pasos para acercarme hasta él, y le dije:
-Te gustan mucho las motos, ¿verdad? –la criatura asintió con un énfasis que le llevó a golpearse el pecho con la barbilla- Bueno, pues esto que sientes ahora por las motos, esta ilusión, estas ganas de montar, las mismas, exactamente las mismas, vas a sentir cuando seas tan mayor como yo. El niño se quedó tan absorto como pensativo, mirándome como el indígena de una tribu que acabara de encontrarse con el mesías de su aborigen religión.
El encuentro con esta nueva moto, nueva para un servidor, no es ni más ni menos que una muestra palpable de la aseveración que le hice a aquella criatura en el circuito de ya no me acuerdo dónde.
Desde la primera moto nueva
Pero lo cierto es que también ahora, al verme a mí mismo pasando el algodón mágico sobre el metal y el Pronto amarillo sobre el plástico de esta nueva adquisición, me he transportado en el tiempo, al instante, hasta el año de Nuestro Señor de 1977. Sí. Recuerdo con una diáfana claridad cómo pasé días y días, más de una semana sin dormir, esperando que me entregasen por fin la Ossa Copa 250, la “Pepsicola”, que había comprado. No llegaba el momento de la matriculación, de no sé qué impuesto, del papel del Estado o del permiso de vaya usted a saber. Por fin, un viernes a primera hora de la tarde, pude vivir el momento tan ansiado. Y sí, la sacaron de la trastienda hasta la calle y me entregaron finalmente la Ossa Copa tricolor.
Bueno, pues el lunes siguiente, a primera hora de la mañana y justo antes de abrir, el encargado del concesionario me encontró sentado en el bordillo del comercio, con la espalda recostada sobre el cierre echado, mientras mantenía la mirada abducida, plantada sobre la Copa 250 que había aparcado justo delante de mí.
-¿Qué ha pasado? ¿Tienes algún problema?
-No. No- Empecé a responder con una tímida cautela- La moto está bien.
-¿Entonces? –preguntó el encargado con una elevación de cejas tan marcada que parecían juntarse con su flequillo.
-Nada. Es que la traigo porque ya le toca la primera revisión.
Desde el momento en el que me entregaron aquella moto nueva, la primera de mi vida, hasta la mañana del lunes siguiente, sencillamente no paré. Horas y horas maravillosas, horas y horas idílicas tras aquel manillar; todo el día, pero sobre todo la noche, se extendían ofreciéndome la carretera absolutamente desierta. Ahora encuentro en mi memoria, dentro de una nebulosa, cómo quedé desfallecido, de madrugada, sentado en el banco de piedra de una estación de tren en algún lugar perdido en la carretera, que no puedo recordar. Pero apenas una hora después, ya estaba otra vez en marcha.
Durante aquella excitante experiencia, pude vivir con toda intensidad, una y otra vez, ese momento existencial que nadie puede comprender fuera del universo motociclista; pero que sin duda el buen lector entenderá muy bien. Me refiero al momento introspectivo de “El motorista en solitario”. El Hombre y el Universo, nada más, con la única presencia de una moto cumpliendo el papel del catalizador en una reacción molecular.
Ahora, con 64 veranos cumplidos, cuando me subo a esta nueva adquisición, sencilla a más no poder para quien ha conducido las más sofisticadas, las más rápidas, las más lujosas y también las más bestiales, vuelvo a vivir con una intensidad intacta, con la misma fuerza inaudita del año 77, la Ilusión por La Moto Nueva.
Y lo cierto es que ahora sólo busco el momento y la escusa para conducirla.