Un escenario de fantasía
La pared en curva del museo Ducati, que hace continua la exposición, recuerda en buena medida a otra emblemática galería, sita en la ciudad de los rascacielos y dispuesta sobre una larga espiral. Pero dentro de este espacio inmerso en el recinto donde se asienta la propia fábrica de Bolonia, emana un fulgor blanco que llena sus tres dimensiones para crear un escenario que tiene algo de irreal. Sí, un intenso fulgor que podría haber inspirado, ¿por qué no?, al propio Stephen King para describirlo en uno de sus relatos, al modo y manera que lo hizo con el bar donde un maitre virtual atendía a Jack Nicholson en El Resplandor.
Cuando el lector cruce el umbral del museo Ducati, parecerá atravesar el espejo de Alicia para dejar atrás, en la entrada, el lugar y el momento presente que vivía. Creerá encontrarse en un espacio sin tiempo, donde su disposición en círculo se extiende como un peralte continuo por el que desfila una de las muestras más laureadas en la historia de las carreras. El visitante, aunque de hecho camine por su corredor, tendrá la sensación de que es el palmarés de Ducati el que gira en torno suyo, llevando sus ilustres protagonistas subidas en una especie de carrusel de campeonas. Todo un monumento arquitectónico a la tecnología más vanguardista, que representa uno de los dos pilares ideológicos sobre los que arranca la dirección de la marca boloñesa. El otro: la belleza más arrebatada sobre dos ruedas.
Una recepcionista de excepción
Pero antes, al ascender por la escalera que da acceso al recibidor de la exposición, probablemente no nos percatemos, mientras posamos nuestra mirada en cada peldaño, de la imponente presencia que nos aguarda arriba, sobre el rellano, para darnos la bienvenida: La Desmosedici de Andrea Dovizioso.
Sin embargo y a pesar de resultar una moto exclusiva, de imponente espectacularidad, no alcanza a hacer sombra al conjunto de joyas que expone el museo como una gran escudería histórica, mostrándose en formación sobre la gran parábola que moldea la sala principal. Podemos decir que la MotoGP se planta junto al umbral de la recepción como la relaciones públicas sobresaliente del garito más selecto.
Dentro encontraremos un nutrido grupo, por supuesto, aunque ruego al lector que me disculpe por no haberlas contado; pero es que, al fin y al cabo, este escrito tan sólo pretende resultar una invitación para que algún día haga la peregrinación hasta este templo de las motos desmodrónicas. Así pues, tan solo vamos a detenernos delante de algunas de estas reliquias cargadas de historia, de leyenda, de laurel, de arrojo y de valor, de mucho valor.
Una leyenda en la Isla de las Leyendas
El brillo del gris plomizo tal vez sea el que llame nuestra primera atención para fijarla sobre la 750 de Paul Smart, vencedor en el óvalo de Daytona, tras pasar colgando de la ingravidez por su gran peralte, y llevar a Ducati de nuevo a hacer las américas, allá por 1.972.
A continuación, damos un pequeño salto en el tiempo, apenas media docena de años, para plantarnos ante el verde botella y el rojo vivo de otra moto que escribió una página legendaria en la historia del motociclismo, precisamente en uno de los escenarios que vio emerger su propio origen: La Isla de Man. Allí, Mike Hailwood libró subido a esta NCR 900 una de las batallas más épicas, que aún se recuerda en semejante escenario, frente Phil Read, el inefable británico apodado como el Príncipe de la Velocidad, tras los manillares de la poderosa Honda oficial.
La Ducati, con su ligereza y la magia de Mike The Bike guiándola como un extraterrestre por el circuito más rápido, más largo y más peligroso del mundo, logró vencer a la moto nipona y la legión de caballos que ponían en escena sus cuatro cilindros. Una victoria inolvidable que llena de laurel casi la primera mitad este museo.
Las campeonas del Museo Ducati
La curva de la exposición se acerca a su cénit entrando en el mundo Super Bike, para encontrarnos ante la 851 que llevó a Raymond Roche a conseguir el primer título mundial de la categoría para Ducati; y a continuación la moto del que fue considerado durante un lustro como el auténtico coco de este campeonato: la 916 de Carl Fogarty. El pepino que pilotó el británico impone con su cercanía. Parece proyectar, hasta casi sentirlo, un flujo del mismo fuego azul que Foguee mantenía en aquella mirada frenética para intimidar a sus rivales antes de tomar la salida.
La línea del museo Ducati en Super Bike se prolonga a lo largo de los años con la 996 de Troy Corser o la 999 de Hodgson, dos campeonas exhibiéndose sobre el punto medio del arco descrito por la exposición; justo antes de encontrar la Ducati que tal vez represente el triunfo más valioso para la marca, y para toda Italia, las Desmosedici de 800 cc con la que Casy Stoner se hizo con el título 2.007 de MotoGP.
Llegados a este punto, uno toma aire y lo suelta en un suspiro, pensando, tal vez, en lo difícil que resulta decidir si es más impactante la épica pretérita que proyectan estas motos, o la irresistible belleza que ponen de relieve en un escenario como el de este museo, que se cierra como un compartimento estanco a nuestras espaldas, para despegar de la realidad y navegar con él a través de la historia escrita por una de las marcas más raciales y carismáticas del panorama motociclista.
Más Desmocedicis, como la de Capirossi, con la que le veíamos describir algunos shimmys que ponían los pelos de punta, mientras se plantaba sobre la silleta de aquella indómita Ducati como un vaquero italiano campeón del rodeo.
Y en el sector de la circunferencia que decrece hacia la salida –la que antes fue nuestra entrada-, una moto que tocará la sensibilidad de cualquier español, y seguro que la de cualquier aficionado que se plante delante de ella. Hablamos de la Super Bike con la que el piloto más querido de la afición española se proclamó campeón del mundo en 2011.
Ciertamente, la 1098R de Carlos Checa transmite un auténtico chorro de emociones con las que a buen seguro que todo motorista, individuo pasional donde los haya, se sentirá completamente traspasado.
El viaje de Moby Dick
Al final del círculo casi completo, se abre una concavidad, con una luz personal y un decorado particular en el frente que nos trasladará al mundo de los viajes, al planeta de la aventura, a un espacio abierto a tanto trotamundos como proliferan en la actualidad, para trasladarnos a la era primitiva de ese espíritu nómada proyectado sobre una moto. Allí, como protagonistas, dos Ducati ancestrales descansan sus hierros y sus tornillos, tal y como acabaron una travesía a lo largo del Planeta, en los años sesenta, que inspiraría la narrativa del mismísimo Henry Melville.
Hay más, desde luego que hay más motos, como el Cucciolo, primer modelo fabricado por Ducati Mecanica con dos marchas y un litro a los cien de consumo; hay más, como la radio expuesta al pie de la recepción, representado la época de la marca anterior a la Gran Guerra. Hay más, claro que hay más, como un proyector de cine fabricado en la misma etapa pre-moto, pero mejor dejarlo, como apuntaba antes un servidor, para la visita en peregrinación que esperamos quede flotando entre los proyectos de nuestro estimado lector, después de ojear esta pincelada escrita.