Al asociar una pista de carreras asfaltada a una Harley, surge en la memoria al instante el sobrenombre más diabólico de la moto americana:
El Martillo de Lucifer.
Y el recuerdo histórico traslada también nuestra memoria-para el que la tenga- a los circuitos yanquis donde se puso en escena un campeonato que no usaba ni números ni siglas, como se hace ahora para nombrarlos, sino que echaba mano de la épica más guerrera para darse a conocer en todo el planeta de las dos ruedas de entonces como:
La Batalla de las Twins.
En aquel campeonato que concitaba la atención de los preparadores más afamados de los 70, apareció una moto que ha quedado grabada en la historia de las carreras como la perla negra de Milwaukee. Sus éxitos ni sonaron ni son recordados, tal vez ni siquiera fueron; pero su paso efímero por los circuitos dejó una estela de carismático estilo en la retina de los aficionados que tuvieron la fortuna de verla y de escucharla.
Sin embargo, al apretar ahora, en 2.017, el botón de arranque de la RCR 1.2 by Capital, sobre el epicentro mismo del paddock, el eco de su percusión resuena dentro de la pequeña depresión sobre la que se asentó El Jarama para borrar cualquier otra nota histórica de una Harley en un circuito de velocidad. Su sonido es Harley auténtico, desde luego, y además en su estado más puro; pero sobre todo me deja en el oído un regusto racing de otro tiempo que hace crecer la emoción dentro de uno para terminar de espantar cualquier escepticismo.
La marcha hacia el pit lane, pasando por la trastienda de todos los boxes, se siente como cualquier marcha Harley, ya sea en grupo o en solitario, con la solemnidad de un desfile llevado por el paso que marca cada pistonada, prácticamente al ralentí.
En la parada sobre la línea del semáforo puesto en rojo, y ante la mirada sorprendida del comisario de pista, el corazón de Milwaukee hace temblar el asfalto con una forma de latir tan pausada que se permite contar cada explosión. Unos largos segundos de espera en los que crece la emoción del momento, incluso por encima del sobrecogimiento que crea la boca abierta de un escape acostado a ras de suelo sobre el lateral derecho. Un trepidar de bicilíndrico que llega a enturbiarme la mirada, con su tradicional contundencia, si es que se me ocurre dejarla fija sobre el fondo de la recta.
El semáforo cambia a verde cuando menos lo espero y el comisario me da paso a la pista con el gesto mecánico de su brazo.
Abrir gas sin contemplaciones y soltar el embrague para hacer una salida de MotoGP tiene su efecto particular sobre una Harley. No existe ningún Launch Control, desde luego que no; sin embargo el legendario bicilíndrico se toma su tiempo, de la misma forma en que lo haría un sistema electrónico: “¿Tú me exiges? Bien. De acuerdo. Ahora veré qué puedo hacer por ti”. Y los dos pistones, con su eterna carrera, empiezan a empujar y a empujar, pidiendo el cambio con el cuenta vueltas en la estratosfera de un motor secular, para catapultarme después a la curva del fondo. Allí me exige una frenada que sencillamente no la hubiera imaginado y que evocó, por un momento, tantas y tantas frenadas de leyenda, como se vivieron en la entrada de esa curva a lo largo de la historia.
Una frenada en la que el zorro de Nieto hizo sudar tinta tantas veces al pobre Pierre Paolo Bianchi, y una frenada sobre la que Katayama se marcó una de sus soberanas pasadas para embestir al pobre Min Grau, enviándolo al hospital con varias costillas rotas y un pulmón perforado. Así es, ahí mismo me encuentro en esa frenada, parando los trescientos kilos de una Harley que llega como un tren expreso a la forma redonda de una primera curva; un viraje que me obliga a llevarla con su paso sostenido en vilo para no marcar con el pavimento la forma artística de un escape que se cobra dentro de la pista un tributo a todo el conjunto escultórico que representa esta creación: La RCR 1.2 by Capital.
A la salida, el trazado abre un inmenso horizonte de asfalto para dar rienda suelta a una forma de empujar que engaña por sus sensaciones pausadas, una aceleración que parece pausada y calmada, y que, sin embargo, nuevamente lleva la Harley trotando en los bajos del motor para lanzarla a un galope tendido en el final de cada marcha. Y así, el poder de los dos cilindros termina trayéndome al frente, mucho más rápido de lo que hubiese imaginado, la rápida de Varzi.
El paso por este vertiginoso codo de El Jarama, a lomos de una cerda americana y con un ritmo de tanda libre, esboza una nueva dimensión del motociclismo en la que se muestra la mecánica más ancestral sobre el escenario histórico más añejo de cuantos se mantienen activos en España. La trazada de Varzi, agarrado a los semimanillares de una Harley, escuchando su sonido mitológico en el punto más bajo e interior de la curva, se antoja como la senda a través de un túnel irreal que te lleva a sacudir la mirada tras la pantalla del casco, como si estuvieses viviendo dentro de un cómic futurista de los años cincuenta; un túnel, sí, que te lanza a bocajarro sobre el vestíbulo de Le Mans.
Un giro del contramanillar me lleva a una tumbada sencillamente antológica para quedarme suspendido en el vacío, colgado del peralte con tres quintales de moto entre las piernas. Suena…, o más bien las siento en mi interior, las primeras notas de The Times, de Pink Floyd, en un momento ingrávido, justo antes de que se me contraiga el diafragma con el vértigo que provoca el balanceo que me va a llevar al umbral de la siguiente variante, la curva de Farina.
Pongo vertical la RCR 1.2, por sólo un instante, y cuando empiezo a girarla, con toda la parsimonia para no rozar el escape, una figura blanca, casi fantasmal, se cruza por el exterior, pasando por encima del piano y segando por completo mi trayectoria…
Ha sido duro, sí, bastante duro.
¡Volveremos!